SANTA CRUZ, Bolivia

Es la segunda vez en mi vida que visito esta ciudad. La ciudad de los anillos.

La segunda vez que la disfruto. En la primera tuve el lujo de estar con SiLvia y SaMuel, y a partir de ellos establecí toda una red que volví a encontrar en este segundo viaje.

El pez más gordo de esa red fue, sin duda Luca, pero ni por pez, ni por gordo. Mora la casa que habitaban SiLvia y SaMuel sólo que con tres personas más: Anna, italiana como él, Joshua (norteamericano, pero intentando ser buena persona) y Rocío (aunque ella dice que se llama Rosario) que claro, con esos dos nombres no hace falta decir de dónde es.

Luca también es italiano, con todo lo que ello comporta y reconforta. Aunque con una moralidad distinta a la vaticana, por suerte, para él y para el mundo. Me presenté en la que ahora es su casa con mi maleta, con la intención de dejarla allí mientras buscaba un lugar donde pernoctar, pero no hizo falta buscar, Luca me había hecho un hueco en su casa, junto a María, una bibliotecaria obsesionada con la democratización de la lectura (pensaba yo, aunque en este viaje tuve la ocasión de descubrir tras de sus obsesiones). A partir de ahí, toda mi estancia en Santa Cruz fue así, de sorpresa en sorpresa.

El motivo de mi vuelta era impartir un curso, bueno, más que el motivo, la excusa y ya estoy buscando más. El curso lo organizó, como bien pudo, Alejandra, una de las mujeres más guapas de Bolivia y parte del extranjero. Lo celebramos en Jopoi, la escuela infantil de Kathy, otro encanto de mujer (mujer motor y rotor y polea y correa). Allí nos juntamos durante doce horas un grupo majo donde lo masculino escaseaba y lo que había andaba como en otro mundo. Y nos miramos, y nos escuchamos, y nos reímos. Hubo un día que incluso lloramos (casi todas), el último, pero cada una por sus razones, pero claro se había levantado el viento del sur, y eso trastorna a cualquiera.

Kathy tuvo a bien invitarme a descubrir la zona de Samaipata, y quedé enamorado de aquella tierra, a la que me encantaría volver, claro. Allí, además, van a montar una biblioteca, y ya ando pensando en cómo hacer llegar libros, si se os ocurre algo... La monta un grupo de mujeres, así, porque hace falta y no se hace nada, pues ellas se lían la manta a la cabeza y ale: biblioteca.

La casa, ubicada en el número 80 (año en el que aún escuchábamos vinilos), era un hervidero humano. Siempre había alguien con algo que contar, quizá por la intensidad de la vida boliviana, quizá por las ganas de aprender castellano.

Yo aprendí un montón; jamás pensé, por ejemplo, que para determinar la ubicación de un cd, hicieran falta más de dos frases (una preguntando y la otra respondiendo), pero aquí se pueden invertir hasta más de siete minutos, tratando de abordar el pluralismo semántico del castellano desde todos sus flancos. Lo de menos es el cd y su ubicación. Y así con todo.

Luca heredó de Samuel esa antisonrisa natural, pero que hace que luego al sonreír florezcan las amapolas. Por eso se le quiere, por lo menos yo, por eso, por su gentileza, generosidad y por la ironía con la que envuelve su vida, por lo menos lo que conocí, aunque le cueste elegir su ropa interior, o se dedique a reventar cafeteras. No sonríe, por fuera, porque no le da la gana, pero le sobran motivos, de hecho se mea por dentro.

Joshua es norteamericano, así que nunca sabes si lo que dice lo dice de verdad o no, pero casi seguro que no lo siente. Es broma. Un tipo muy majo para ser de allí, que canta genial y que tiene todas las habilidades típicas de los yankis. En las ocasiones especiales en las que cocina siempre prepara comidas de otros lugares del mundo: mejicana, japonesa, iraki... si igual su ejército no pretende someter al mundo, sino simplemente aprender sus recetas porque comida típica norteamericana... No, las hamburguesas también viene de Europa.

Anna es un encanto. Italiana también con toda esa carga de romanticismo que les caracteriza, a muchos. Le costaba seguir mi forma de hablar, rápida y llena de dobles sentidos que a veces ni yo mismo pillo. Pero era sincera, cuando no entendía algo lo decía, y seguía riéndose. A mí me costaba entenderla, pero no por la rapidez ni los dobles sentidos (pues sólo le faltaba a ella), sino porque no se le entendía.

Iba a hablar de Ana, que no Anna, después, para no liar a quien lea, ni liarme yo, pero me parece inevitable nombrarla aquí, sin que ello le reste solemnidad al hecho de haberla conocido. Ana, boliviana y médico y especial entre las personas especiales, siempre decía que la entendía (por su intención integradora) pero luego era incapaz de repetir lo que había dicho Anna. Era como Loyola de Palacios (el señor la tenga lejos) que sabía por qué era necesario enviar tropas a Irak, pero era incapaz de explicarlo.

Con Ana y Anna pasé los últimos dos días genial. Reí como hacía tiempo y, de alguna manera me hice grande por dentro. Si es que es pasármelo bien y echarme a perder. Con Anna tuve un paseo a primera hora de la mañana de mi último día que fue pausado, un paseo como de otoño, con un paso tranquilo y una conversación intensa. Los árboles deshojados y desojados (pero por su propia naturaleza) le daban un tono de despedida a ese paseo. No de Anna, que también, sino del viaje, de todo este mes.

Con Ana me hubiera encantado tener el paseo, pero no pudo ser. Aunque quizá mejor, porque el otoño se hubiera hecho más intenso y cuando a los árboles no les quedan hojas dejan caer sus ramas. Así nacieron los sauces llorones que si beben cerveza se convierten en toborochis, que es lugar preferido para los colibríes y para los perezosos. Con Ana disfruté de Los amantes del círculo polar, y de sus ojos de asombroalegríadesconcierto al final.

Y María (acoplada, como yo). María tenía las orejas hacia adentro estos días. Y andaba ahí, de cena en cena, con una marejadilla interior tirando a marejada, y ella en una cáscara de nuez, con hambre y pena. No es fácil dejar casi un año de vida así, como si nada. No debe serlo y a ella se le notaba. Pero bueno, le daba igual, o no, según se levantara. Un día que se levantó a mi lado amaneció llorando. Tampoco es para tanto le dije, pero no me oyó. El resto amanecía riendo y haciendo ruido (según Luca, que no paraba de toser). María el torbellino ya está por Madrid, y se le nota. Ana sigue en Bolivia, y también se nota. A Luca le encanta el café y los agujeros en el techo. Joshua sigue pensando que no todo es malo en su tierra y a Anna le petó el portátil. De Rocío no puedo decir nada (más que gracias) porque con ella intercambié a penas nueve minutos de conversación. Pero Anna dice que es maja, y si lo dice Anna yo me lo creo.

Y bueno, ya volví de Santa Cruz y allá quedó gente a la que se le quiere, en distintos grados, claro, y no de alcohol, pero hay a las que mucho. Quedaron conversaciones, noches, cervezas, canciones y me traje un montón de cosas: preguntas, recuerdos, fotos, libros y 3100 bolivianos a un país donde no cotizan los bolivianos. Pero también me traje ganas, ganas de volver, si no a Santa Cruz, por lo menos a vernos, donde sea.

Gracias por todo y besos.

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