La Feria del libro de Madrid es una locura. Hay personas por todos los lados, personas que van, que vienen, personas que se detienen, personas que miran, que ríen, que se deslizan sobre patines, personas pegadas a un móvil, a una cerveza, personas paseadas por un perro, o que han hecho ventosa en una silla bajo una de las pocas sombras que hay, personas que hojean libros, personas que ojean a las personas, personas que saben, personas que dicen que saben; personas que leen, que compran, que llevan bolsas con uno o dos libros, con más, sin libros; personas que van a los puestos donde un cartel anuncia Hoy firma... Personas. Eso es la Feria del libro de Madrid: PERSONAS por todos los lados y de todo tipo. Me atrevería a decir que hay más personas que libros. Y mira que libros hay. Hay libros por todos los lados y de todo tipo también, de toda materia, de todas las fuentes, tipografías, editoriales, precios... pero mira, para llegar a los libros uno se tiene que hacer sitio entre las personas y haciéndose sitio uno se va encontrando con algunas a quien conoce y no espera ver como Ana Cristina Herreros que andaba firmando su libro premiado, o Héctor Urién, el narrador guapo al que siempre es grato encontrar, o Luz del Olmo, bibliotecaria de Chinchilla de Montearagón, o Virgicris, una de las conquenses más bellas de las dos castillas, o Antonio Lozano con quien un abrazo y una cerveza siempre se quedan cortos o Juan Albendea, de Priego. Otras personas a quien uno espera ver, como Samuel Alonso, o Belén Kalandraka que en la foto aparece en medio junto a Beatriz Osés , o María de A Mano Cultura , responsable de que aparezca por la feria a trabajar. Porque a eso he venido, a contar en el pabellón infantil
Si pasear por la feria es una locura, imagínate contar. Contar en un pabellón con más de ciento setenta sillas llenas de personas que vienen; algunas a refugiarse del sol que mantiene los treinta y dos grados en el ambiente sin esforzarse, otras a sentarse y descansar de los chiquillos que no hay manera de que se queden sentados, otras a hojear por encima los libros que acaban de comprar mientras ojean los que decoran y pueblan el pabellón infantil, montado y capitaneado por la gente de A Mano, que, como cada año, crean una isla de literatura infantil en medio de la vorágine editorial y humana, tratando de que la gente mantenga un orden al entrar, al salir, al estar, pero ya sabemos como somos los humanos en grupos de número indeterminado pero numeroso, si además es gratis: impredecibles e incontrolables. Contar en estas condiciones, de entrada es complicado: una señora que se lleva a su niña en el tercer cuento, otro que trae al suyo hasta la primera fila en el cuarto, un señor que habla por teléfono tapándose la boca con la mano pero que su voz va por encima de la mía que está amplificada por un micrófono que además recoge el vendaval tramontano que viene del aire acondicionado... Pero a veces pasa; hay momentos en los que se consigue y vamos todos a una, a la historia. Hay instantes que las palabras del cuento envuelven, no todo, porque es imposible, pero si a todos los que se dejan llevar bien por lo que dice la historia, que los hay; por suerte hay gente que ha ido a escuchar, a escuchar las historias, a dejarse embelesar, a soñar y eso es un lujo. Por ellas merece la pena. Y entre las otras, hay un número que se deja llevar por lo que hace la mayoría. 
Contar en la Feria del libro es una locura. Aunque se hagan dos sesiones, aunque se hicieran cinco. Los cuentos van y parece que sean un turista europeo en un lago de caimanes. Queda la esperanza de que cada uno coja un trozo de cuento, se quede con él y luego, en casa, o por el camino, o en la biblioteca buscando el álbum que cuento, puedan recomponerlo y saborearlo, en la intimidad, a su ritmo, que es como se saborean bien las cosas. Aún así, la gente que puebla cada sesión, insiste en felicitarte por tu trabajo y sonriente y desconcertado aceptas las felicitaciones aunque piensas que ojalá se vuelvan a cruzar con la palabra en mejores condiciones, sin tanto ruido, sin tanta euforia, sin tanto teléfono móvil con cosas más importantes que la fantasía, que la historia que se cuenta, que el respeto al trabajo de un contador. Pero, insisto, hay personas que llevan a sus niños y niñas, o a sus propias personas aunque tengan 17, 25, 38 o 72 años. Sus ganas son razón y excusa perfecta para ir, sentarse cerca para sentirse cerca y saben que es interesante que la persona que cuenta las sienta cerca. Y están mirándote, y miran mal a quien habla por teléfono, o rebufan al que se levanta y arrastra a un niño, o chistan al que habla o molesta o no ha ido a escuchar. Son menos, pero no son pocas. Y por ellas, dejadme que insista, merece la pena.
Un placer de viaje. Rápido, ir tocar la pared y volver, pero con tiempo para comer, conversar, charlar, cervecear, abrazar, reír, contar, comprar un par de libros o tres (tres pares) y regresar con una canción y un cuento en la cabeza y una conversación porque en este viaje no fui solo. Fui con un regalo: el tercer ALBO. Al principio, los Albo fuimos tres: Pablo, el que escribe y Toni, en la foto sonriente, en la vida también. Un placer compartir novecientos kilómetros con quien tienes tanto para hablar y poner en común.

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