Perita: LENGUARADA

Avaro.

El mayor avaro que conocí nació en un pueblo chiquito de no más de quinientos habitantes a los que desde pequeño sometía a extorsiones tan constantes, que la gente ya las había normalizado.

Tenía habilidades sorprendentes con lo que se ganaba la confianza, bien de los chulos agresivos, bien de los cordiales todopoderosos. Alcanzó la alcaldía muy joven y desde allí comenzó una carrera trepante tan lucrosa como delictiva. 

En un principio el pueblo intentó rebelarse contra su avaricia, pero supo supeditar las fuerzas del orden municipal y con violencia disolvían cualquier atisbo de resistencia, casi a sus órdenes o capricho. Después, desde el silencio que provoca la violencia, la corporación política justificaba con artículos y vericuetos de tergiversadas leyes la acción desproporcionada. 

Fue denunciado innumerables veces, pero nunca llegó a sentarse en el banquillo. Su poder fue creciendo por lo que sus dominios, tanto físicos como financieros, se extendieron más allá de una provincia ramificándose también a países donde las leyes eran aún más fáciles de malear.

Hubo quien usó la violencia contra su poder. Desde quemarle el coche, a lanzarle huevos o llaves inglesas. Aquellas personas sí que eran tratadas como verdaderos delincuentes peligrosos.

Hubo quien decidió acampar en las inmediaciones de su casa. También quien le increpaba allá donde fuera a dar una conferencia o asistir a una inauguración. Era tan repudiado por el pueblo como halagado por empresarios y dirigentes políticos. Fueran del signo que fueran.

Parecía que con su avaricia hubiera acaparado la total impunidad. Desprendía soberbia y prepotencia.

Un día, al salir de misa, una joven se abalanzó sobre él y mientras sus guardaespaldas la arrebataban, ella le lamía el rostro.

En el juicio mediático, dejó sin palabras a los profesionales de la justicia. En un descuido de los directores de los medios, sus palabras sonaron por todo el país:

Perro bueno, bien lame a su amo -dijo la joven-. Él es dueño de la casa de mis padres que construyeron los abuelos de mis abuelos, es dueño de la nómina de mi padre, de nuestro coche, de nuestra televisión. Administra con cuentagotas nuestros ahorros para alimentarnos. No tenemos posibilidad alguna de liberarnos de su avaricia, de su propiedad. Nuestra salud, mi educación, el futuro entero está bajo sus dominios. Formamos parte de su patrimonio como cualquier posesión más. Es mi amo, por lo que es lógico que le lama. Sería lógico que le lamiéramos todos.

Al día siguiente fueron tres los lametones que recibió. En cinco días, centenares de personas hacían cola esperando que saliera de su casa, o llegara a su despacho para lamerle las manos, la cara, el cuello, la oreja, el pelo... En la calle, el museo, la playa, la iglesia... En cualquier lugar había lenguas que querían rendirle cuentas a lametazos.

A veces algún periodista, algún cargo político, incluso algún agente de la seguridad le lamía inesperadamente.

Por las noches soñaba con largas lenguas que le perseguían y a lenguaradas, le empapaban de babas. Se levantaba jadeante y mojado de sudor que él con horror identificaba con la saliva de sus sueños y trataba de eliminar con duchas a deshoras y frotaciones violentas.

Aún hay quien anda pagando las deudas que él con sus maniobras les hizo contraer. 

El pueblo nunca se liberó de su yugo pero consiguió recluirlo para siempre en espacios cerrados. 
Consiguió que detestara los besos hasta tal punto que nunca permitía ninguno, ni tan siquiera de sus hijos.
Consiguió amargarle los sueños y con ello cada día de su vida hasta el mismo día de su muerte en el que en la puerta de su mausoleo, aún hoy siguen apareciendo lenguas de vacas y cerdos.

Desde entonces, en ese pueblo, sacar la lengua posee un significado bien distinto.

lenguarada.

1. f. Acción de pasar una vez la lengua por algo para lamerlo o para tragarlo.

2. f. Ven. Conjunto de palabras ininteligibles, inconexas; p. ej., el balbuceo de los niños.



Feliz semana.


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