Perita: MANUMITIR

Herencia

No pudo pestañear ni una sola vez mientras leía el testamento manuscrito de su padre.
Su última voluntad era que esparciera las cenizas en torno a los troncos de doce árboles repartidos por toda la península. Doce árboles de los que nunca te hablé -decía la carta. Doce amores secretos que he tenido durante años y a los que he visitado siempre que he podido en mis viajes de comerciante. Ruego tomes en serio mis letras. No es importante para mí. Es importante para ti.

Antes de la despedida, una lista de doce coordenadas acompañadas de alguna indicación y nombres curiosos como "el olmo del molino", el "olivo pastor", "pino mayor" o "la retorcida", marcaban doce lugares exactos donde llegar.

Detestaba el campo. Detestaba el traqueteo de los caminos por los que su padre se había empeñado en pasear su infancia. Los abejorros, los ciempiés, las libélulas y el olor a cieno. Las zarzas, las resinas, las barranchinchas y las hormigas rojas. Peor las voladoras. Detestaba el campo y su padre lo sabía. ¿A qué venía esto ahora?

La misma noche del funeral, sin sueño, metió las coordenadas en el ordenador con total desgana, aunque con cierta expectación. Dos lugares no quedaban ciertamente lejos, pero el resto; alguno incluso estaba a más de seiscientos kilómetros. ¿Cuándo pretendía su padre que fuera a un rincón de la provincia de León? ¿Cuándo si él sabía que el trabajo no le permitía prácticamente salir ni un fin de semana entero? ¿Lo iba a dedicar al capricho absurdo de su padre?

Pasado un mes, en un domingo ideal para jugar al padel o descansar en casa viendo cualquier película, andaba con el coche perdido por las carreteras que mezclan las provincias de Cuenca y Valencia, a menos de una hora de su casa. Según las coordenadas estaba a quinientos treinta metros del destino cuando el camino se cortó. Llevaba el tarro entero de las cenizas con la intención de depositarlas en este primer árbol y olvidarse del tema. Sus zapatos dejaron de estar limpios mientras caminaba con el gps en la mano, por una vericueta senda que rondaba entre una pared de roca caliza y un grupo de árboles sin llegar a bosque. Al dar un giro allí lo vio: el "Pino Mayor" Realmente impresionante. Inmenso. Se quedó parado por un momento para acercarse despacio. Dejó el tarro en el suelo, se miró los zapatos enverdecidos por la hierba y al levantar la vista quedó boquiabierto; la luz jugaba entre los brazos de aquel gigante que la dejaban pasar mientras parecían ser ellos quienes movían al viento. El silencio que él guardaba, se encargaban de llenarlo cientos de pájaros que cantaban como celebrando una visita esperada. Miró el tronco y no pudo resistirse a tocarlo, a acariciarlo. Al poco, se sentó, para seguir disfrutando de esa sensación de plenitud que sin saber muy bien por qué, le había invadido. Se miró los zapatos de nuevo y recordando a su padre, se los quitó. Miró la urna y se vio envuelto en ráfagas de recuerdos: risas, juegos, canciones. Sonreía mientras lloraba. Sonreía y lloraba, mientras cogió una pequeña porción de cenizas y las dejó caer con cariño donde el tronco se unía a la tierra.

El segundo árbol era una encina bajo la que pasó buena parte del día embelesado con el cortejo de enamorados pajarillos y leyó varios poemas en voz alta del libro preferido de su  padre. El tercero un olmo al que ni su mujer, ni su niño, ni él pudieron abrazar juntando sus brazos. En las vacaciones de semana santa visitaron dos más, disfrutando del viaje como nunca lo habían hecho. 

Después del verano cambió de trabajo. Cobraba menos, pero comía cada día con su mujer y leía parte de un libro a su hijo cada noche.

Hoy conoce aún solo siete de los doce que su padre le regaló. Por los caminos ha encontrado una veintena más de árboles singulares, árboles enormes que le transmiten algo que es incapaz de explicar y por eso, los que ya conoce, los comparte con sus amigos disfrutando bajo las frondas de juegos, risas y canciones. Los comparte como quien comparte un secreto, un tesoro, algo íntimo.

Sí. Aquella última voluntad estaba en lo cierto. No era importante para su padre, sino para él. Fue la mejor herencia que le había podido dejar. Fue una manera preciosa de desprenderse de aquella vida que llevaba mal llamada vida, de aquella legal esclavitud. De hecho había decidido guardar una de las porciones de las cenizas de su padre y encomendar a su niño que las liberara junto a las propias, cuando él falleciera, en uno de aquellos seres únicos. 

Este verano, ya tiene planeado el viaje para conocer tres árboles más.


Ver conjugación manumitir.
(Del lat. manumittĕre).

1. tr. Der. p. us. Dar libertad a un esclavo.

MORF. part. irreg. manumiso y reg. manumitido.



Abrazar a los árboles es un vicio de locos. Es un vicio loco. Cantar, jugar, respirar, contar, soñar, leer junto a un árbol es compartir la vida y sentirla. Abrazar un árbol, palpitar junto a él, es sentir como si sonriera con la sonrisa que te desnuda, te desanuda, te libera, te equilibra los adentros. Tierra, luz y aire. Raíz, sabia y flor. Historia, presente y sueño.

Yo me confieso abrazador de árboles. Un loco abrazador de árboles. ¿Y tú?

Feliz semana. Feliz vida.

P.D.: Ya sabes. Cada semana una perita, una palabra de uso poco usual o erróneo, con su definición /y todo) y un cuento que la acompaña. Si quieres leer las anteriores, sigue este enlace.

2 comentarios:

    On 19/2/13 12:08 Pedro dijo...

    Viva el Derecho Romano (es que ví demasiado cine español en los 70)

     

    Me encanta tu historia. Quizás porque también me encantan los árboles, siempre me parecieron como esos viejos que se sientan en un banco de un parque y tienen algo que contarte, algo que pasó hace muchos, muchos años. Es bonito que los árboles siempre tengan algo que contarte. Bonito apunte.

     

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