#lunesdeperita: LEGUA

LEGUA
Del celtolat. LEUGA

1. Medida itineraria, variable según los países o regiones, definida por el camino que regularmente se anda en una hora, y que en el antiguo sistema español equivale a 5572,7 m.
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Era capaz de dominar sus sueños. La habilidad la fue adquiriendo con los años. Desde muy pequeño recordaba que camino del colegio, su padre le preguntaba por el sueño de cada noche. Le insistía mucho de manera que él se esforzaba por recordarlo. A veces, incluso soñando prestaba atención para tener qué responder ante la curiosidad de su padre, quien también compartía con él los suyos.

Esta noche te buscaré -le dijo en alguna ocasión. Y a la mañana siguiente celebraron haber vivido un trozo de sueño juntos.

Había días en los que la mañana le despertaba en mitad de un sueño.
Eso no puede ser -le decía su padre con cierto agravio- ¿Ahora qué van a hacer las personas que has soñado? Los sueños son para terminarlos. Tienes que prestar atención y despedirte, o por lo menos terminarlo a la noche siguiente.

Y eso, también aprendió a hacerlo. Lo normal era que terminara el sueño cada noche de manera que se convertían en una historia que contar. Pero también era capaz de alargar el sueño dos, tres o incluso más noches con los intermedios del día. 

La temática era de lo más variopinta: sueños llenos de aventuras, misterios, rebosantes de erotismo, de auténtico terror, acción o placer. La mayoría de paisajes hermosos y exuberantes. Había noches en las que se dedicaba a caminar leguas y leguas y despertar realmente agotado. Aunque siempre él aparecía en sus sueños, no siempre era el protagonista. A veces era un simple colaborador, o incluso mero observador.

Un buen día, aunque mejor diríamos una buena noche, tuvo un sueño, en principio precioso. Estaba en un país de habla extranjera. En la noche le había dado tiempo a conocer tres o cuatro palabras en aquel idioma. Era un país desarrollado, como europeo. A mitad del sueño y según fue acercándose a la gente notó cierta tensión y se percató de la mucha presencia militar que había en las calles. Recuerda que estaba en una cola de muchas personas frente a una tienda de comidas. Estuvo un buen rato observando cómo el ambiente estaba denso. Al salir con un par de bollos en una bolsa hubo una explosión que le hizo estremecerse y quedar parado. Gritos, carreras y en medio del caos humeante, una niña, de apenas tres o cuatro años, llorando y sola. La cogió en brazos, miró a su alrededor donde nadie parecía verles. De repente se comenzaron a escuchar disparos, fuego cruzado, y sin saber muy bien qué hacer, echó a correr en dirección al hotel, pero las calles andaban con más gritos y personas armadas, uniformadas y civiles. Tuvo que callejear y salirse del camino que conocía. Al momento, notó que el día, su día, comenzaba. Se metió en el portal de un edificio y allí en un armarito trastero que había bajo una escalera metió a la niña.

¡Shhhhhht! -le dijo poniéndose el dedo sobre sus labios- Vuelvo en un rato. No te muevas de aquí.

Y le dio la bolsa con los bollos y le recolocó un mechón de su cabello rubio tras la oreja a la niña que le miraba con los ojos inmensos. Le dio un beso, salió del edificio y despertó.

Ese día estuvo inquieto y nervioso. Por la noche apenas cenó y se dispuso a dormir.
La ciudad estaba patas arriba. Cadáveres en las calles, trincheras de neumáticos y sacos de tierra y tanquetas. Carreras, miradas de miedo. Por fin encontró el portal, y el armarito. En él, la bolsa de bollos vacía, pero ni rastro de la niña.

Pasó las siete siguientes noches buscándola. Se levantaba exausto y abatido. En sus trasiegos se encontraba con las atrocidades siempre salvajes que siempre siempre provoca una guerra. Cualquiera.

Ciérralo, termínalo -le dijo severo su padre por teléfono cuando le contó qué le pasaba-.
¿Y la niña? -le increpó- Tú siempre me has dicho, desde que era pequeño que...
Olvídala -le cortó- Se te está yendo de las manos, ¿no te das cuenta? Debes cerrarlo hijo.

Esa noche bajó persianas, apagó móvil y despertador, desconectó el timbre de casa y se adentró en el sueño a buscar a la niña.

Hace dos meses de eso. Ahora, entubado en un hospital, con las constantes vitales estables, aún no ha despertado.

Hoy. Esta noche. Su padre, ha decidido ir a buscarlos.
Se lo dice a su mujer mientras la abraza y lloran.

Él sabe que a veces, los sueños traspasan esa línea mágica. 
Solo requieren de esfuerzo y tenacidad.
Solo requieren de férrea voluntad y sincero deseo.
Solo requieren de una confianza, una entrega que muchos pierden al olvidar la mirada de la infancia.
Solo requieren de algo de tiempo. Una mezcla delicada de astucia y paciencia.
Él lo sabe y por eso sabe que mañana vendrá con su hijo y esa niñita preciosa.

Él lo sabe. Y será la segunda vez que vuelva de sus sueños con su niño. La segunda.

Él lo sabe.
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Feliz esta época en la que todo el mundo inevitablemente sueña con un mañana mejor. En nuestros días, con un mañana mucho mejor. Trabajo, salud, amor, dinero, felicidad, tranquilidad, estabilidad, claridad, serenidad... Cada uno soñamos con aquello que echamos de menos, que nos hace falta, que creemos que hará que nos vaya mejor.

Muchas personas saben, están convencidas de que los deseos son solo eso, una idea abstracta e intangible. Una nube con forma de algo concreto que el viento se llevará y probablemente más allá se deshaga en lluvias.

Otras, muchas menos, los tomarán como metas, como objetivos de cada uno de sus días y pondrán todo su empeño en lograrlos, o por lo menos en perseguirlos.

Así lo hace el almendro cada invierno. Queda sin vida, despojado de flores, hojas y cantos de pájaro. Tiene que buscar fuerzas desde lo más profundo de sus entrañas, para rebrotar y que le reviente la belleza y la vida en forma de flores. Y a partir de ahí ya vendrá todo lo demás.

Fe de niño. Astucia, constancia, esfuerzo y paciencia.

Feliz invierno.
Feliz letargo.
Felices sueños.
Feliz camino.

Abrazos a capazos.

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