HEÑIR
(Palabra procedente del latín).
1.- verbo transitivo. Sobar con los puños la masa, especialmente la del pan.

JOSÚ Y EL DEMONIO ROJO - Félix Albo

Cuentan que Josú era el mejor panadero de toda la comarca. Con sus puños golpeaba la masa hasta esponjarla de manera que sus hogazas quedaban frescas durante más de doce días. Decían que la fuerza la sacaba de la rabia de haber enviudado de su bella mujer tan pronto. Tenía tres hijos a los que amaba como padre y cuidaba de ellos lo mejor que su trabajo le permitía.

Un buen día, el más pequeño se encontró con un pequeño demonio en el borde del camino a casa. 
-Tengo hambre -le dijo.

El hijo de Josú le dio un trozo de pan que llevaba en su morral.
-Rico -dijo el diablillo-. ¡Tengo hambre! -volvió a decir.

Pues ya no tengo más -le dijo el chaval- como no quiera usted venir a mi casa.
¡Hambre, hambre, hambre! -repetía el pequeño demonio mientras seguía a chiquillo.

Y justo en la puerta de la casa se le adelantó y entró con el índice en alto:

Tú, ¡dame pan! -le dijo a Josú.

¿Pero oiga! ¡Qué formas son esas! -dijo el panadero sorprendido. Cuando se giró y vio al pequeño demonio se asustó un poco- Buenos dí... -pero no le dejó terminar.

Dame pan, dame pan, dame pan,dame pan, ¡DAME PAN! -le dijo aumentando cada vez el volumen.

- Vale, vale, ahora le daré pan, no se preocupe -le contestó a ver si se le ocurría algo para calmarle-, le daré la media hogaza que me queda. Somos un horno pequeño y tan solo nos da para hacer seis cada día que... -pero esta vez tampoco le dejó acabar pues con un movimiento de su dedo selló los ojos de Josú.

Quiero todo el pan, todo el pan, todo todo todo, haz haz haz -insistió el demonio.

Josú se llevó las manos a la cara con un gesto de tremendo dolor. Había quedado ciego.

Si no me das todo el pan cegaré a tu hijo también -el demonio volteó la mirada hacia la puerta y vio que ahora estaban allí los tres hijos de Josú que le miraban asustados.

Tres -gritó el demonio- tres ciegos. A ese, a ese y a ese pequeño. Ciegos todos. ¡DAME TODO EL PAN!.

Vale -le dijo Josú recompuesto-. Amasaré para ti toda la harina que tengo, la reposaré y la hornearé. Pero mañana al sonar las campanas del alba marcharás para nunca volver y a mis hijos sanos los dejarás y el camino hasta este pueblo olvidarás.

¡PAN! -dijo el demonio.

Josú llamó a los críos. Los tres niños esquivaron al malaje y despejaron el mostrador para colocar sobre él la artesa, la harina y los barreños con agua siguiendo las medidas que les daba su padre. Comenzaron a trabajar juntas las ocho manos y fue apareciendo la masa. Hicieron una segunda mientras reposaba la primera y una tercera,  en la quinta Josú les dijo a sus hijos: seguid vosotros que yo empezaré a golpear la primera -y se echó a un lado del banco.

Pan, pan, pan -decía el demonio desde una esquina del mostrador observándolo todo.

El mayor se quedó amasando, el pequeño le acercaba las masas reposadas a su padre y el mediano se encargó de que el calor del horno fuera suave y constante para poder hornear con calma todas las hogazas.

Josú comenzó a golpear ante los ojos del demonio aquella masa amarillenta. Se oían los golpes con furia, ritmo, rabia. Golpes certeros que parecía mentira que Josú estuviera dando a ciegas. Golpes que hacían retumbar la tahona entera y resonaban en sus rincones Golpes acompañados por los rebufos de la harina. Y cuanto más golpeaba, más rebufaba y cuanto más rebufaba, más golpes le daba, hasta dejarla hecha una masa esponjosa, abultada, a la que le dio forma de hogaza.

El mediano llevó el enorme pan al horno diciendo en voz alta: Uno. 

Los cuatro trabajaban al ritmo mientras el demonio las manos se frotaba. El mayor amasaba, el pequeño colocaba las masas a reposar y las reposadas se las acercaba a su padre que las heñía con furia, ritmo, rabia, y el mediano andaba pendiente del horno.

Todo el pan, todo el pan, quiero todo el rico pan -canturreaba el desabrido.

La madrugada les sobrevino sin haber descansado ni haberse llevado bocado a la boca. Los niños querían aguantar hasta el final pero fueron quedando dormidos.

El primero en caer fue el mayor, con las manos metidas en el cacharro del agua. El pequeño se quedó tumbado sobre los sacos ya vacíos de harina tras dejar la tres últimas masas reposadas cerca de su padre y el último, el mediano, se durmió con la puerta del horno entornada mientras ronroneaba: treinta y seis. 

Josú supo que se habían dormido al escucharles respirar fuerte.

Quedaban por golpear tres masas de las cuarenta que sus hijos habían mezclado, solo tres. Colocó él mismo la masa a la que acaba de dar forma de hogaza en el horno diciendo en voz alta treinta y siete. Y tomo la antepenúltima.

Cansado, derrotado, comenzó a golpearla con fuerza. Y cuanto más golpeaba, más rebufaba y cuanto más rebufaba, más golpes le daba, hasta dejarla esponjosa, abultada, y darle forma de hogaza.

Abrió el horno entornado y colocó el enorme pan en un hueco de la piedra caliente: treinta y ocho. El demonio se acercó a mirar curioso, desde el mostrador las hogazas que ya olían, cuando de repente Josú se giró y lo cogió sin mirar y antes de que reaccionara el diablo cojuelo, comenzó a golpearle sobre el mostrador.

El demonio rebufó como harina y agua. Y cuanto más rebufaba, más golpes Josú le daba.
Y cuanto más golpes le daba, más rebufaba, y tantos golpes le dio que dientes, huesos y muelas le rompió hasta hacer del diminuto belcebú una masa fina y maleable. Y cuando acabó de heñirlo, estaba esponjoso y abultado. Josú, sin saber lo que había hecho le dio forma de hogaza pensando, eso sí, que esta le había costado más. Y al horno lo metió. Treinta y nueve

Y amasó una más, que él creyó última.

Cuando dijo cuarenta, se sentó quedándose dormido casi al instante.

Despertó a los cuatro el sonido de las campanadas. Seis anunciaban el alba. Y en la sexta una enorme explosión abrió de golpe la puerta del horno. De su interior salió una humareda roja de olor a incienso dulce y pimentón. Cuando se disipó el humo Josú pudo abrir los ojos y vio a sus hijos con expresión de sorpresa y también a todo el pueblo que había acudido alarmado por la explosión y miraba con asombro el interior del horno donde treinta y nueve hogazas rojas como el fuego tenían un aspecto delicioso.

Josú buscó al demonio, pero al ver la masa cruda sobre el mostrador y las treinta y nueve hogazas en el horno lo entendió todo y entre abrazos y risas repartió los panes entre su gente y estaba delicioso pero picaba como un demonio.

Y fue un día de comer panycosa y beber vino y cantar y bailar y celebrar la vida.

Y seguro que alguien dirá ¿y con la masa cruda? La cruda la cocieron esa noche, Josú y sus tres hijos. 

Eso sí, esta vez con pimentón del bueno que ni pica ni por la trasboca te hace echar truenos.
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Creo que el acto de amasar sobre la cocina con un adulto es un recuerdo placentero y común en muchas infancias. ¿Hace cuánto que no haces dulces en casa? Hornear por el puro placer de poner en marcha todos los sentidos. Placer al medir, pesar, mezclar, tocar, oler, probar, heñir la masa y soltar en ella todo lo malo y todo lo bueno. El fuego lo quema todo y deja solo lo bueno. Y esperar, y luego celebrar.

Ahora podemos encontrar un montón de recetas en internet, pero seguro que tienes por ahí escondida aquella receta... la de toda la vida.

Hoy puede ser un gran día, ¿verdad?.

Feliz domingo.
Abrazos a capazos.

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