Llego a casa dos días después de lo que tenía previsto. El martes, a las cinco de la tarde, debía haber tomado tierra en Alicante, donde tenía mi coche aparcado (espero que aún esté), dispuesto a llevarme raudo y veloz al festival de fin de curso de mi niño y disfrutarlo junto a su madre, porque no hay jet lag que pueda con la alegría de estar con los tuyos.

Pero las leyes que regulan el bello planeta que habitamos, son impredecibles y parece que últimamente están recordándonos quién manda aquí. Por suerte esta vez no fue ningún terremoto que se llevara por medio vidas humanas como en Lorca o Japón (me sigue dando rabia que la nuclear haya solapado la tragedia y a penas se hable de las pérdidas humanas que el tsunami ha producido, el humano, como siempre, a lo suyo...). Por suerte esta vez ha sido un volcán cuyas cenizas han provocado un caos circulatorio en el tráfico aéreo. A mí, al margen de todo, me parece asombroso que hoy día, un volcán, que parece de lo más antiguo en la tierra, mande al carajo todo y el humano se vea incapaz y, como siempre ha sido, deba aprender a esperar los tiempos que marca la naturaleza.

No educamos en la espera. Vivimos en el mundo de la prisa, la inmediatez. Cuanto más rápido mejor. Tenga el coste que tenga. Comemos tomates criados sin sol, sin viento y con las raíces sumergidas en gel nutriente. No saben a nada, pero tenemos tomates todo el año y crecen la mar de rápido. Seguimos construyendo el AVE en una sociedad que a duras pena araña dinero para comprar libros en las bibliotecas o pañales en los geriátricos.

Y luego llega un temblor, un volcán, una nube cargada de lluvia... y al carajo la prisa. El planeta no sabe qué es eso. Lleva millones de años dando vueltas como una peonza alrededor del sol, al ritmo que marca la música de ese inmenso espacio que cuando uno lo mira se siente pequeño, mínimo, casi ridículo, y a la vez afortunado por la belleza que le rodea.

Dos días más, sí. Aprovechados para descansar cuerpo y voz. Y para conocer Lima en ocho horas de la mano de César Villegas, Wayqui, a quien solo conocía por los foros de mi profesión y el facebook. De hecho, cuando bajé del avión me di cuenta de que no le había visto nunca. Él a mí sí, hace diez años, en Sevilla, contando con el que fue mi compañero de trabajo. A Waiqui y a mí nos bastó tener en común el oficio de la palabra dicha para sentirnos amigos desde el principio. Tuve la suerte además de elegir por internet dormir en Second house Perú: Un alojamiento único regentado por Liliana Delfín, hija de un artista (escultor de piedra, madera, metal, pintor...) referente del arte en Perú, e imagino que en el mundo. A partir de ahí la noche solo hubo que disfrutarla. Comí, bebí, reí, hablé, escuché, caminé, caminé y caminé y descubrí gracias a Wayqui y con los ojos abiertos, la noche limeña, sus calles, parte de su historia, sus peculiaridades y sus algunas de sus miserias. Yo no creo saber devolver un regalo de tal guisa. Gracias Wayqui.

Llegar al hotel, pagar con soles siendo de noche, abrir la ventana de la habitación y quedarse dormido escuchando el respirar arrítmico del pacífico fue algo también inolvidable. En la mañana pude disfrutar con prisas las obras de arte que coman el alojamiento. Una casa abierta al mar. Liliana, con dedicación y amabilidad me contó y mostró más allá de lo que hubiera imaginado. Incluso el estudo de Víctor Delfin donde le conocí (sin foto, que yo soy muy tímido para esas cosas). Y su galería. Y enseguida el taxi, aún sobresaltado por ver tanto arte y trabajo juntos, tanto mensaje directo y tanto universo sumergido. Aquí tengo que volver, con tiempo para poder respirar despacio tanto tanto. Y no puedo volver solo, que tengo una deuda con Perú.

El viaje otro regalo. Una de las películas ha sido También la lluvia, rodada en Cochabamba, con Luís Tosar y... tengo mala memoria para los nombres. De ella me habían hablado (tienes que verla) hace tiempo, y también salió en la comida con las cooperantes de Petrel y Elda. (Isa y, y... tengo mala memoria para los nombres). No me importa haber llorado en dos ocasiones, ni haberme sobrecogido muchas más, al lado de una pasajera británica que, aunque se ha pasado el viaje dormida ataviada con un chubasquero (¿va a llover? le pregunté, pero no entendió mi humor), un tapaojos, cascos con música y un almohadón hinchable para el cuello, toallitas de mano, pastillas antijetlag (lo juro), pasta de dientes, dos cepillos de dientes (dos) mocasines, y una sonrisa interior, que no roncaba pero de vez en cuando soltaba algunas frases sueltas. Ahora sé que soñaba en inglés.

Además por la ventanilla de la inglesa me acompañaba una luna inmensa que iluminaba la noche y el atlántico. Es el segundo retorno de América que hago acompañado por la grande, la redonda, la llena.

¿Se puede pedir algo más?

Pues sí. Sigo teniendo cara de sospechosos y al bajar del avión un poli malo me ha llevado un cuartito y de mis respuestas le ha sorprendido tanto que tuviera un hijo siendo soltero como que pudiera venir de contar cuentos en la Feria de Bolivia. Me ha mirado el bolso y a los quince minutos se ha convertido en poli bueno y me ha soltado.

Y ahora estoy aquí, en casa, babeado y arañado por Lluna, mi perra, con ganas de que llegue la hora y recoger a mi niño del cole y esperar a su madre a comer, y bailar entonces al ritmo que marca la naturaleza de cada uno, cuando se junta con los que quiere. Sin prisa, y contento.

Inisisto ¿Se puede pedir algo más?

Esta noche contaré en la Tetería Las mil y una noches de de Petrel, a las 22.30 h. (3€ reservas en el 680653880),  y mañana en la Cafetería Garbí de Alicante (Calle Tucumán 6). (5€ con consumición)

Deberíamos escuchar más a la tierra, deberíamos escuchar más sus músicas, sus ritmos, sus maravillas... Quizá así no le haga falta gritar tanto...

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