#lunesdeperita: CUBIL

CUBIL
(Del lat. cubīle).
1.- m. Sitio donde los animales, especialmente las fueras, se recogen para dormir.
2.- m. Cauce de las aguas corrientes.
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CUBIL NEGRO.- Félix Albo

¡Fiera! ¡Monstruo! -le gritaba agarrándole del brazo- ¡A tu cubil! ¡a dormir esa maldad que tienes dentro de ti!
Y le metía en un cuartito que quedaba bajo la escalera, totalmente oscuro. Allí lo podía tener horas. Había veces que parecía que se se había olvidado de él y con la voz llena de miedo la llamaba. Mami. Tratando de que un cariño impostado aflorara por encima del terror. Había veces que le hacía caso y venía y le daba un golpe a la puerta, o abría y le decía ¡Saldrás cuando yo te diga! y cerraba de un portazo o le daba otro golpe que él no podía evitar cegado por la luz que acaba de entrar. A veces ni siquiera eso.

Recuerda ese castigo desde siempre. Desde que tiene memoria aunque siempre dudó porque también guarda imágenes algo difusas, como ráfagas, en las que ríe junto a ella y su padre, antes de que él se fuera, que fue muy pronto.

Como niño, probó todo. Negarse con todas sus fuerzas, incluso morder la mano que tiraba de él, colaborar en el desplazamiento al cuartucho... Llegó a meterse él solo. Pero siempre, recibía golpes y gritos como una única respuesta.

Aquella oscuridad absoluta, aquel olor a cerrado, aquel sonido que le devolvía sobredimensionando cualquier movimiento suyo, le aterrorizaba Y chillaba. Y lloraba. Ella venía y le daba más golpes. Él trataba de aguantar los sollozos y gritos de miedo, pero era raro conseguirlo. Cuando lo hacía solo reprimía los sonidos, con una gran tensión muscular que no le dejaba dormir luego por la noche. Luego, no sabe desde qué momento, se fue acostumbrando y quedaba en silencio, tratando de percibir, de analizar. Se centraba en los lugares donde tenía el dolor producido por los pellizcos, arañazos o algún golpe. Sentía el latir de su corazón en la mejilla, en el hombro, la pierna. Así se aliviaba. Así hasta llegar a la calma. Entonces se ponía a pensar qué era lo que había hecho mal y de ese pensamiento que no le entretenía demasiado, pasaba a cualquier otro entretenimiento mental, como niño y se imaginaba cosas, soñaba despierto, deseaba juegos, risas, flores, campo, luz, agua.

Dentro se escuchaba todo de otra manera. Se oía perfectamente cualquier conversación que su madre tuviera con quien fuera. Y le gustaba escuchar cómo ella, con voz ebria, tarareaba alguna canción. Le hacía sonreír desde la calma.

Un día le abrió la puerta después de tenerlo allí varias horas y él no salió. 
¡Sal! -le dijo. Y como no salía, lo sacó a golpes.

Otro día, cuando una amiga de la madre le pidió que le enseñara su habitación él le abrió el cuartucho.
Su madre salvó la situación con alguna broma pero cuando se fue su amiga...

Cuando tuvo diez años, escuchó cómo hablaba con dos hombres que habían ido a preguntar por él porque hacía tres días que no iba a la escuela. Alarmados por sus gritos, entraron y le sacaron del cuarto. Fue la última vez que la vio.

A partir de ahí, un par de centros y la suerte, la gran suerte, la enorme suerte de una familia que lo acogió como si fuera aquello que más desearan en el mundo. Nunca un grito. Nunca un golpe. Nunca un reproche. Nunca una humillación. Nunca. Todo amor. Amor y palabras. Amor y preguntas. Amor y respuestas. Y todo a cambio de solo ser él.

De esto hace ya cuarenta y tres años. Hace dos, se enteró de que ella había muerto y de que la casa era suya.

Hoy está parado frente a su puerta. Una puerta que reconoce, junto al porche, las ventanas. La sensación es extraña, pero abre. La casa está igual, los mismos espacios, la misma distribución, pero le cuesta encontrar algún mueble, algún objeto que recuerde. Hace ya tanto, y está todo muy cambiado. El salón, el aseo, la cocina. La cocina no era así. En la planta de arriba en su habitación se amontonan muebles y trastos que él si que recuerda. Encuentra un viejo peluche, compañero de secretos que coge con sonrisa. En el baño falta la bañera y hay una ducha. Entra con pausa a la habitación de su madre y encuentra en el aparador una foto de ella que le abraza. Una foto que le hace dejar caer el peluche. Una foto que sustenta con fragilidad y cierta dulzura entre sus manos, tratando de reconocer la escena, el momento; no por el lugar físico, sino por la ternura que transmite ese instantánea. Sale inmerso en ella. Baja las escaleras algo confuso y encuentra el cuarto de castigo abierto. Duda. Duda mucho en un segundo.

Se tiene que agachar para entrar. Apenas cabe pero cuando está dentro se queda replegado en sus piernas, con la foto sobre ellas, mirándola. Trata de reconocer, de reconocerse, de encontrar, de encontrarse y sin saber cómo, la puerta se cierra. Queda lo oscuro, el denso silencio. Mira esa oscuridad levantando la cabeza. Le pesa el negro que le envuelve. Y como si se activara en él un resorte que desconocía comienza a buscar dónde le duele, dónde se halla su dolor, dónde le palpita la vida. Dónde. ¿En la mejilla? ¿el pelo? ¿la pierna? ¿la espalda? ¿las manos? 

Tiene que buscar más adentro. Mucho más adentro. Y cuando lo encuentra, siente, no sabe si recuerda, pero siente, oye  a la vez que llora, la voz de ella tarareando una canción.

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Estamos llenos de secretos. algunos no se desvelan por miedo, por celo, por avaricia, por orgullo, por amor, por respeto. Hay algunos secretos que también lo son para nosotros. Restos olvidados de una historia que vivimos en primera persona. Hay personas que arrastran esos secretos como losas, otras los guardan como absolutos tesoros. Hay quien lo comparte como cuando ves abrirse una flor, y hay quien prefiere el calor de un fuego para darles voz.

Al hacerlo, los secretos cambian. Siempre. Algunos toman brillo, otros gigantes y pesados, se vuelven diminutos, insignificantes, otros toman importancia y hay de los que la pierden por completo.

Somos dueños de nuestro bagaje, de nuestra vida. De nosotros, nuestras herramientas, nuestras voluntades, nuestras capacidades depende el tono de la voz que ponemos al contar nuestra historia.

Es primavera, tiempo de nacer.

Feliz semana. Feliz vida.
Abrazos a capazos.

Félix Albo

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