Perita: FAVILA
2 jul 2012
No sé si habéis paseado por un bosque recién quemado. El silencio es abrumador.
Así, con ese silencio denso y espeso, debe cantar la muerte.
Fuego Félix Albo del libro 99 pulgas. Ed. Palabras del candil.
En mi pueblo, las
fiestas de San Antonio las celebraban con una hoguera, pero no una
hoguera de muebles viejos y maderas roídas por la carcoma o la moda,
como en el resto de los pueblos de la comarca. Los mozos de mi pueblo
elegían un pino de la sierra, el más alto, frondoso o curioso; lo
talaban; lo bajaban a hombros mientras cantaban las canciones típicas
de los estados de embriaguez; lo colocaban en la plaza del
ayuntamiento y allí estaba tres días mientras jóvenes y mayores lo
contemplaban.
La noche de San
Antonio, y como fin de fiesta, le prendían fuego ante la banda de
música municipal y las lágrimas de las damas de honor.
A mi abuelo nunca
le gustó esta celebración. Ni a él ni a muchos de los de su edad.
Había una razón lógica. Siempre hubo tradición de que al celebrar
una boda, los novios iban a la sierra y elegían un pino. Marcaban en
su tronco la fecha y los nombres de los amantes y, a partir de ese
día, lo visitaban para cuidarlo y celebrar bajo él todo lo
importante: el nacimiento de un hijo, la mona de Pascua, alguna
comida en Navidad y la merienda de cualquier día bonito. Por eso,
todas las parejas eran capaces de encontrar su árbol en las noches
más oscuras.
Los mozos del
pueblo, para San Antonio, podían elegir cualquier pino siempre que
sus dueños siguieran juntos por el amor o por la vida.
A mi abuelo le
cortaron el pino dos años después de enviudar. Mi abuela y él lo
habían cuidado mucho, regándolo y quitándole gusanos y parásitos.
Se había hecho muy alto y grande.
Desde la noche en
que le prendieron fuego, mi abuelo decía que cuando un árbol se
quema, no sólo se quema su madera. El fuego quema el árbol y junto
a él, el amor de la pareja que lo cuidó, el pacer tranquilo del
ganado bajo su sombra, los sueños del pastor que descansó en él y,
de alguna manera toda la vida que vio desde sus hojas.
En el año 94 se
quemaron ochenta y cuatro mil setecientas hectáreas de terreno
arbolado en la provincia de Valencia. La sierra de mi pueblo también
ardió ante los ojos grandes de sus habitantes, durante tres
interminables días. Al cuarto, en un silencio mayor al del jueves
santo, casi todos los habitantes subieron para contemplar el atroz
paisaje gris.
Las parejas,
corrían desesperanzadas a buscar su árbol: algunas lo hallaban
erguido y muerto; la mayoría no encontraban ni siquiera eso.
Dicen,
que al volver, hubo gente que se desorientó tanto que tardaron horas
en regresar al pueblo.
También cuentan,
que, los más mayores, al poco tiempo, empezaron a olvidar el camino
que llevaba a sus casas, y el nombre de las calles, y el color de los
ojos de las personas a las que amaban, incluso sus propios nombres. Y
quedaban con la mirada perdida, en una sierra sin árboles y sin
vida.
Mi abuelo decía
que un árbol quemado no tiene sombra: él es su propia sombra.
:-(