Perita: ÑAGAZA
14 mar 2013
ÍNTIMO.
Nacimos
inmersos en la tecnología.
De
adolescente; no, no, ya desde niño recuerdo la ilusión que me hacía
meter mi tarjeta en la entrada del cine, además así mi padre
obtenía un 15% de descuento en la entrada. Todo eran ventajas. Si
metías tu tarjeta al entrar y salir de los establecimientos, te
abonaban hasta un 45% del montante a tu cuenta. Tú exclusiva cuenta
bancaria que tenías por contrato en su banco, de por vida. Por eso,
a parte documento de identidad, cartilla de sanidad, de Biblioteca,
carnet de conducir era también tarjeta de crédito con ventajosas
condiciones iniciales.
Crecí
con ella. En la adolescencia fue moda no registrarse. Era como una
rebeldía contra el control, el orden, lo adulto. Más de lo mismo.
Cuando
los usuarios de la TIVP (la Tarjeta Identificativa de Vida Personal),
fuimos más de diez millones, (tendría yo unos veinte años),
lanzaron para celebrarlo la oferta el chip.
El
chip era más cómodo, no había que estar sacando la tarjeta cada
dos por tres para entrar en el súper, en casa, en el trabajo, en la
farmacia. No había tarjeta, así que con sólo pasar el brazo podías
entrar, pagar, registrar... Además mucho más seguro ya que nunca se
te iba a olvidar y así, en caso de emergencia médica se tenía el
total e inmediato acceso al expediente sanitario. Ante cualquier
emergencia o sospecha, la localización física era inmediata y
exacta. Con el chip nuestros hijos no tendrían la excusa de perder
la tarjeta ni esconderla. ¡¡Grandes soluciones. Grandes ventajas!!
-repetía la tele-. ¡¡Grandes soluciones. Grandes ventajas!!
Fue
todo una patraña, un tremendo engaño estatal, una vuelta de tuerca
más sobre nuestros derechos. Estaba claro, pero a cada pájaro nos
cantaron nuestra ñagaza. Unos por seguridad, por comodidad, por esta
inercia absurda de ir a la última, por educación, por progreso, por
no ser distinto. Caímos como tontos, convencidos. Quedamos
entrampados con cara incluso de orgullosos.
Al
poco cambiaron las condiciones de las cuentas bancarias, los
intereses, los plazos, las estorsiones con piel de legalidad y así
hasta este sometimiento continuo, esta esclavitud a fuego lento, esta
ostentación de impunidad.
Ahora
un gps global controla mis movimientos 24 horas. Sabe dónde voy,
desde dónde, si titubeo, si me detengo con alguien, si bailo, si
corro, si me subo a una montaña o voy a un museo, saben cuánto
tiempo me detengo delante de cada cuadro. Saben cuando y con quién
estoy, dónde voy con quién, cuantas veces coincido por casualidad y
con quién. Y por mis gastos saben dónde, cuándo y qué cómo,
dónde, cuándo y qué compro, qué película veo, dónde, con quién
la veo... También saben que tengo el azúcar alto y que tengo un 23%
de probabilidad de morir por un paro cardíaco.
Me
siento tan desconcertado, observado y vigilado como inseguro.
A
veces cierro los ojos ante una puesta de sol para que el sistema
registrador no la pueda disfrutar.
A
veces te tapo, incómodo porque la noche te ha dejado una nalga
fuera.
A
veces quisiera vivir en aquellos tiempos en los que cuando dijeras te
quiero, solo sería mi oído el que lo escuchara, solo sería mi piel
la que se erizara, solo mis células las únicas que sacaran sus
trompetas y trombones, sus timbales y sus maracas, sus guirnaldas y
sus coronas para tocar y bailar como locas la conga del amor.
A
veces, cuando te beso, me imagino a los operarios del centro de
control haciendo una ovación mientras disfrazados de hawayanos, con
sus corbatas por debajo de los collares, bailan la conga del amor. Pero enseguida me sumerjo en el beso.
Eso
me hace sonreír. Eso basta.
Eso
debe ser lo más parecido a la intimidad.
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ñagaza.
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Esta perita también se ha hecho de rogar.
Feliz semana.
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