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Mi asiento es ahora su asiento. Y yo, desde fuera, le observo. Está al volante de algo grande para él, algo gigante. Y toca, y abre, y aprieta, y hace fuerza, toda la que puede. Y descubre el cd sin darse cuenta de cómo, y con la música fuerte, me mira y se le abren los ojos y las ganas, y una sonrisa enorme no le cabe en la boca y se le sale.
El coche y yo estamos cansados. Llegamos ahora desde Burgos con gripe, sólo yo, por suerte. Pero a los dos nos da igual. Se nos pasa todo al verle. Y apaga la música sin quererlo, y busca cómo, pero no tiene suerte. Y se le olvida con el espejo, ahora, que se enciende, y se apaga, y se enciende, y se apaga, y su risa es suficiente música para este atardecer anaranjado y lento.
El volante es grande, como el de un barco, uno mercante, o un trasoceánico, o más, otro que atraviese los mares de la tierra y de la luna, hoy queirendo ser llena ya.
Y de repente, de pie, es como un capitán, con gesto serio, mirando al frente, y a los mandos, que observa, y aprieta, y toca, y vuelve a irar al frente, pensando en un canto de sirena, claro. Y esto le relaja, y se sienta. Y sigue explorando y llegan los intermitentes, que no ve desde dentro, per osiente. Y pega su oreja, su oído delicado, como el de un médico escuchando el corazón de su elefante más querido.
Y vuelve a mirarme y el atardecer es más bonito. Mucho más. Y yo ando aquí, con el calorcito en la espalda que me regala la pared recordadno al sol que vió en la tarde.
Parece un sueño, pero no. Es verdd. Es maravillosamente real.
Ya sale, sonriente. Ya voy. Ya no sigo escribiendo y, aunque el día se va apagando, mi alma nace, junto a él, a cada instante.