MORCEGUILA

1.f. Excremento o estiércol de los murciélagos. 
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LA CUEVA DEL MILHOMBRES –Félix Albo

Era un buscavidas. No llegaba ni a ladrón de pocamonta.
Con una tea, una cuerda, una piqueta y un saco de arpillera que esperaba llenar de morceguila para luego vender como abono, se adentró en aquella cueva por su boca, tapada por un enorme lentisco nacido en el tronco muerto de un algarrobo.

Dentro la humedad lo hacía todo poco respirable y la oscuridad era absoluta, así que encendió la tea. Las estalactitas, estalagmitas y los recovecos de la cámara llenaban de sombras siniestras la visión. A él le sobrecogía, sin embargo, el silencio. Vio un grupo grande de murciélagos, al fondo. Eran cientos de ellos. Estudió meticulosamente cómo llegar allí antes de apagar la tea y alumbrarse solo con la brasa y la memoria y comenzó a caminar con prudencia, asegurando cada uno de sus pasos en una negrura espesa.

Cuando creyó estar cerca, comenzó a palpar la superficie irregular y suave de la roca caliza.
Fue instantáneo notar que tocaba piel y que algo le apretaba la mano.
Gritó y tiró fuerte hacia atrás y entonces un estruendo enorme rompió el silencio de la cueva mientras algo se abalanzaba sobre él. Los murciélagos, comenzaron a revolotear y chillar a su alrededor al tiempo que trataba de zafarse del cuerpo ruidoso que ya tenía encima.

Quedó tendido en el suelo. Inmóvil. Paralizado más por el miedo que por el peso que sentía. Volvió el silencio.

Ayúdame –le respiró una voz vieja, ronca y apenas ininteligible-. Ayúdame –repitió.

Eso fue lo que el ladroncillo contó a los guardias aún exaltado por el susto varias horas después.

Así fue como le encontraron. La figura que se abalanzó sobre él resultó ser un hombre.
Aunque parecía tener veinte años más, tenía solo sesenta y dos cuando lo sacaron de la cueva que había sido su morada durante cuarenta y seis años. Había vivido a base de setas, frutos y carne de conejo, mochuelo y murciélago.

Se supo que era de un pueblo del otro lado del valle. Quedó huérfano a los quince y la juventud y una cara deformada por un mal de nacimiento le impidió remontar la vida por encima del dolor, la soledad, la burla y el rechazo.
Se refugió en aquella cueva y la encanto con su presencia.

Cuando alguien se acercaba, provocaba rugidos con su voz rota por el frío, el miedo y la humedad. Y también sonidos extraños con latas que llevaba atadas a sus brazos y piernas.

Fueron los pastores quienes comenzaron a hablar de voces y apariciones y hasta allí solo se atrevía a acercarse algún hombre descocado por el alcohol o la bravura. Justo antes del treinta y seis llegó a malherir a dos jóvenes altaneros que juraban haber visto al demonio en la absoluta oscuridad o envuelto en escabrosas sombras.

El tiempo de guerra se encargó de dejarle tranquilo en forma de personaje de leyenda: un ogro temible y oscuro, deforme y violento, una mala bestia devoradora de niños que comían mal o se portaban peor, o despistados y desobedientes que se adentraban en el monte al acabar el día.

Nadie le había visto pero todos conocían a alguien que decía haber visto una sombra en la noche merodeando la boca de la cueva.

Su cuerpo era pequeño y huesudo. Sus cabellos largos y enredosos. Su barba cana y nacida a borbotones.
Tras la exploración y el aseo en el hospital, al tumbarlo en su cama y taparlo, cuentan que sonrió. Sonrió con su boca desdentada, sus labios morados y sus ojos pequeños.

Esa es la verdadera historia de la Cueva del Milhombres de mi pueblo. La historia de un hombre pequeño que sirvió de excusa a madres y abuelos para atemorizarnos a varias generaciones con fantasías.
Hoy, al conocer su historia, uno se sobrecoge al reconocer al horrible y verdadero ogro que, este sí, vivía fuera de la cueva y se hizo valer del repudio social para condenar una vida al miedo, la soledad y el olvido.
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Sumergidos ya en este cotidiano año nuevo, habrá que estar pendientes a todas esas voces que nos cuentan mil historias sobre ogros, bárbaros despiadados y peligros inminentes y vislumbrar en ellos la verdadera historia que esconden para diferenciarlas de los malos cuentos que buscan atemorizarnos con el objetivo de lograr algún interés cada vez más desvirtuado por la codicia desenfrenada de unos cuantos.

Habrá en este dos mil catorce que escucharnos, que contarnos, que confiarnos incluso nuestros miedos para hacer de ellos una fiesta al calor de una hoguera hecha con palabras.

Decía mi abuelo de los cuentos que cuando se cuenta un miedo ya se comienza a vencer.

¿Sabemos quiénes son nuestros ogros de verdad? ¿Nos atrevemos a salir de la cueva? ¿Y a meternos?

Feliz semana. Feliz vida.

Abrazos a capazos.

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