A la puerta dormida de la casa con restos de ser blanca, de la calle empinada y terrosa de aquel pueblo abandonado, le precede un cartel que dice:

Casa habitada, dejad libre la entrada.


Y digo dice porque sólo tienes que acercarte y el viento, mientras lo lees, te hiela la entraña susurrándote esas palabras.

Casa habitada, dejad libre la entrada.

No es un pareado. Es una advertencia.

A pesar de que en el pueblo hace ya muchos inviernos que nadie tiende ropa; a pesar de que el último lugareño marchó un medio día de un junio perdido en el calendario del tiempo; a pesar de que hasta el ganado esquiva sus calles y su fuente y sus prados llenos de hierbas vírgenes y apetitosas: esa casa, ésa, es la única que sigue habitada.

Siempre lo estuvo. Desde que Eusebio Pandera la pensara y comenzara a construir para albergar allí la vida junto a su amada María Laura Nonteri, y su ganado de seis cabras y una mula canela, y sus seis hijos con sus pocos juegos, y sus fríos temblores febriles que le hicieron perder la cabeza una noche angustiosamente calurosa en la que, temblando, fue degollando a cada uno de los miembros de su familia. Hasta el perro, cojo y confiado, desangró la vida gimiendo lentamente, como el apagar de una lumbre de encina.

Que no vuelva, parecían decir sus miradas muertas. Que no vuelva. Pero él volvió para rebanarles la cara, y los brazos y las piernas para enaltecer el dolor en su lenta agonía.

Al amanecer ya se balanceaba de lado a lado del viento, desde una rama lo suficientemente alta como para que la vida no le llegara a la punta de los pies y con ellas al suelo para poder seguir siendo.

Aquel pueblo quedó consternado, encogido en sus cuestas y sombras, al descubrirlo a él primero, y después al fruto de su alucinación.

Sebio, como le llamaban, siempre había tenido ese miedo: perder la cabeza y matar a quien más quería.

Fueron los primeros, pero no los últimos. Un grupo de tres excursionistas entró en la casa para descansar, doce años después, y luego un hombre sólo, y siete muchachas, y un par de hermanos y así hasta los tres últimos. Suman más de cien. Todos acabaron con la mirada al horizonte plano del suelo enrojecido en sangre y salpicado de nudos de una madera secada a la luna.

En sus ojos, la misma expresión, la misma decadencia agónica de una lenta y dolorosa muerte… El mismo suplicante y delirante deseo: Que no vuelva.

Sólo una persona consiguió salir de allí y contarlo, aunque le encantaría poder dejar de hacerlo. Aún hoy es incapaz de dejar de repetirlo. Lo cuenta en voz baja siendo incapaz de mirarte. Lo musita una y otra vez.

Rufino Soriel tenía veintisiete años cuando entró en la casa. El pueblo llevaba ya abandonado varias décadas. Las bocas sostuvieron la leyenda pero no así muchas de las casas de sus calles desiertas.

Él, junto a tres amigos envalentonados por la juventud y el alcohol, decidieron entrar a la “casa de los miedos” Aparcaron justo en la puerta y esperaron mientras agotaban un par de botellas y lo que quedaba del día. La noche se cerraba sobre sus ojos mientras ellos abrían la puerta.

Y entraban.

En el suelo, los nudos de roble, resaltaban rojizos los crujidos de los tablones, viejos y por ello sabios. La casa aún tenía algunos cacharros colgados en la cocina, cuarta sala hacia adentro. Ellos reían, sin mirar tras sus pisadas que iban dibujando unas huellas de sangre, ya.

El primero fue José, rudo y alto, invencible, carnicero en su pueblo y matarife a cuchillo de la comarca. Se detuvo en aquella sala, junto a la lumbre ceniza. Abrió los ojos volviendo la cabeza y mirándoles. Siguió abriéndolos mientras echaba a correr por una puertilla y en ella escaleras arriba. Se le oyó gritar. Y dejó su grito suspendido en el aire de la cámara mientras su cuerpo se desplomaba escalones abajo. En el último, les miró sangrante y esforzado, incapaz de decir nada.

Los tres echaron a correr, pero la pronteza provocó que la puerta de la cocina pareciera no estar donde era y se tropezaron de bruces contra una pared húmeda y sedienta.

Luís, el segundo, cayó al suelo y ya no se levantó. Se tapó los oídos a la vez que chillaba ¡cállate!

Algo escuchaba Luís que Rufino no alcanzaba a oír.

Chillaba Luís a alguien a quien Rufino no alcanzaba a ver. Pero Rufino sí veía cómo al yacido le chorreaba de los oídos una sangre espesa que le rebosaba los entrededos de las manos mientras lanzaba una mirada de estupor.

Cogidos, los dos últimos, llegaron a la entrada y al abrir la puerta, el coche. Les taponaba la carrera el coche aparcado en ella.

Rufo.

Así le llamó Enrique, el tercero. ¡Rufo!, ¡Rufo! mientras algo o alguien parecía estirarle de la camisa y meterlo hacia adentro. ¡Rufo! Y en la "o" se le ahogó la voz, cerrando de portazo su imagen y su vida.

Rufino corrió calle arriba y todas las casas le parecían la misma. ¡Rufo! seguía oyendo. ¡Cállate!, rugía cada rincón. Y en las sombras veía los ojos desorbitados de José.

Así lo encontraron: temblando su pelo desde esa noche cano, al frío de la mañana.

Sus compañeros parecían haber coincidido en su agonía. Aquella expresión blanca y llena de terror. Que no vuelva. Y su pulso parado, anclado, para siempre.

Cuando recuperó el recuerdo, que no la cordura, volvió hasta el pueblo y clavó el cartel en una llanta tan oxidada como su vida.

Se pasa los días en el alto, lejos del pueblo, pero desde donde lo puede controlar. Está con los ojos abiertos y con esa mirada, implorando y agonizando… Que no vuelva.

Y en eso, se le va la vida que ya hace cuarenta años que no tiene.

6 comentarios:

    On 13/2/07 13:41 Anónimo dijo...

    Precioso, siiiii

    Podría comentar más cosinas pero ... creo que no hace falta.

    Besines así

    :D

     
    On 13/2/07 21:32 Anónimo dijo...

    Que bonito!!!
    Un bico

     

    Vaya mieu!

     

    Si la dueña de la casa lo ve, y lo vera, le da un pasmo. El sabado te la presentamos, y tal vez podamos reir un poco la desgracia nunca ocurrida.

     
    On 16/2/07 21:42 Anónimo dijo...

    Que fuerte !!

     
    On 22/2/07 09:44 Anónimo dijo...

    Que coincidencia de la vida. ¡La puerta de la casa donde he pasado algunas de las veladas mas deliciosas de mi vida convertida en asunto de terror! Menos mal que mi amiga, Gisela, tiene un gran sentido de humor y le va a encantar. Enhorabuena por tu imaginacion tan fertil.
    Richard en Majaelrayo

     

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