RUTINAS

Septiembre es, para muchas personas, el mes en el que se reincorporan a sus rutinas particulares. Es el mes en el que comienzan a ponerse en marcha todos esos engranajes que tratan de cuadrar las horas del trabajo, del colegio, las compras, el gimnasio, la limpieza, la lectura, la jardinería y los placeres menos públicos (a los que siempre hay que encontrarles un hueco porque si no este ritmo los solapa y ¿qué es la vida sin ellos?). 

En septiembre mucha gente deja de mirar las estrellas. No tiene tiempo, dice.

Combinar las obligaciones de uno con las de los demás o con las propias derivadas de las ajenas, es a veces un encaje de bolillos. Antes se hacían con hilo, ahora se teje la vida con el minutero. Hay días que sale muy bien y otros se te llena de nudos. Lo bueno de la vida es que no puede deshacerse.

Al principio uno llega alborotado, con ganas de charlar, de que te cuenten, de enseñar alguna foto, de contar. Contar, en este caso, es como relamer los labios después de un buen postre. Uno cuenta que estuvo allá y parece que vuelve a estar. Recordar es revivir. Pero poco a poco esa energía, esa inercia de vida que nos dan las vacaciones, se va apagando, se va silenciando. La rutina tiene su propia música. Suena como un metrónomo. Pam, pam, pam: El despertador, la ducha, el desayuno, el niño, el desayuno del niño, el coche, el colegio, las madres, el coche, el trabajo, el ordenador, el café, el ordenador, el coche, la comida, las tareas de la casa, el colegio, el niño, la merienda, el parque, la cena, el baño, el hormiguero y a dormir, pam, pam. Así no hay quien cante.

Desde el martes, mi niño va al colegio. Este año, para los de tres, cuatro y cinco años han pintado unas líneas de colores en el suelo (los de cuatro verde que te quiero verde) con la intención, no de que el alumnado haga bien la fila, que ya la hace, sino de que sus acompañantes se acostumbren a dejarlos ahí y se retiren. Que a veces cuesta.

El primer día llegaron más madres y padres de lo habitual. Era el primer día. Yo esperaba una tormenta caótica y diatónica de llantos y sollozos, pero no. Esta se dio ayer y, en especial, hoy. Y regresando me ha dado por imaginar la situación al revés. La familia acompañando a la madre o el padre a la puerta del trabajo, acariciándole el pelo, tratando de relajarle, recordándole qué lleva de almuerzo en el bolso o la funda del portátil. Dándole pautas de comportamiento en el pack del abrazo último y, justo en la puerta, la persona acompañada mirar lastimera a sus acompañantes y romper a llorar mientras entra en su empresa. 

¿No conocemos a nadie que haya llorado por dentro?

Qué lejos queda de uno, a veces, el mundo adulto.

Ya regreso, a mi rutina particular que, insisto, para mí tiene un aliciente y es que no es cotidiana. Feliz otoño. Feliz vida.

3 comentarios:

    On 11/9/09 14:39 Rose dijo...

    ¡Cómo me gusta la capacidad de meterse en los zapatos de un niño!
    Sí, supongo que la sensación al retomar nuestros trabajos es parecida, y como llorar nos da vergüenza, hemos dado en llamarlo síndrome post-vacacional, y lo que consideramos como algo normal en los niños (¡ya se le pasará! ¡seguro que en cuanto entre está encantado!), en nosotros lo consideramos tan "grave" que hasta hay quién lo ve como una enfermedad.

    Epoca de readaptación a la cotidianedad. También tiene su encanto, una vez vencida la pereza.

    Buen fin de semana.

     

    ¿Y qué sería de nosotros sin esa capacidad? Rose. Y sí, tiene su encanto, claro, además puede ser toda una aventura recuperar esa cotidianeidad tratando de evitar la rutina.

    ¿no?

     

    Recuerdo el primer día de cole de mis hijos, no era nada extraordinario para ellos porque ya habían ido a la guardería, salvo que tenían que subir a un autocar y eso les hacía mucha ilusión.
    Sí me recuerdo a mí misma esos días: pensar que dan el primer paso de su larga vida de adultos, un orgullo tremendo de haber conseguido llegar hasta aquí, casi tanto como el día que aprendieron a leer.

     

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