HAITÍ

Pobres ya estaban. Más que pobres, míseros. No eran, estaban. Un pueblo machacado por los blancos y negros de su historia, impuesta en la mayor parte de las ocasiones pero cuando han tomado ellos, su gente, las riendas, han hecho historia grande. Fue el primer país libre de las Américas, pero les duró poco. Es (sí, es, sigue leyendo) y ha sido un pueblo machacado y remachacado por la indiferencia y permisibilidad de resto del mundo: nosotros. ¿O acaso no sabíamos que era el país más pobre de América? ¿Nos preguntamos en algún momento por qué?

Ahora siguen pobres y  muchos han perdido lo poco que tenían: su gente.  Ahora siguen pobres, ¿más?, lo nuevo es que ahora son una población damnificada. Su pobreza, su hambre, su situación cotidianamente injusta no bastaron para salir en la tele, para ser noticia.

Sí el temblor. En todas las teles del mundo. Parece que de manera inconsciente, nos de miedo aquello que nos puede pasar a todos. ¿Quién se libra de un terremoto así? Parece que, de manera inconsciente, pensemos que la pobreza es cosa de otros, de los de allá, de los de allí, de los de lejos. Sin caer en que nadie, NADIE elige el lugar donde nació y que eso precisamente, aquello que no se elige, es lo que más limita el desarrollo normal de una vida. Sin caer, tampoco, con ojos cerrados o vendados, en que la pobreza está aquí, que la pobreza parece un huracán vuelto vendaval y que ya levanta por los aires a muchas familias.

Damos dinero, mandamos aviones cargados de comida, ocupamos nuestro tiempo en hablar en cómo actuar para apagar el hambre de ahora, que es igual y tan urgente como la de antes. Pero de aquí a unos días, Haití ya no ocupará nuestras comidas o cenas frente a la pantalla. En nuestras conversaciones aguantará un poco más, pero poco. Si acaso al año nos darán un reportaje en Informe Semanal de cómo fue y alguna historia de algún superviviente. Sin embargo, la pobreza seguirá allí y la ayuda será sustituida por el olvido global, por el silencio, por las no visitas de la ONU ni representantes de nada, a no ser que haya que inaugurar algo. Lamentablemente, no se olvidarán aquellas empresas y gobiernos cada vez más frecuentes que en cada desgracia ven un harto negocio. El negocio de la reconstrucción, que en este caso será poco lo que hay que reconstruir y mucho lo que hay que construir. Ojalá me equivoque en todo. Pero en casos así me cuesta soñar.

Hay más países pobres. Tan pobres como Haití ahora, pero disimulan su pobreza como lo hacían en aquella tierra: con casas de chapa, tablones, barro el que más, y sonrisas amplias como la esperanza. ¿Les hará falta un terremoto para fijarnos en su situación?


Os dejo con los trabajos de Eneko y Galeano sobre este trozo de tierra tan bella como abusada.

La humillación imperdonable


En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás esta humillación infligida a la raza blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas. Estados Unidos había conquistado antes su independencia, pero tenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que todos los hombres son iguales, pero también decía que los negros han sido, son y serán inferiores.

La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.



El delito de la dignidad

Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje de firmar el reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había podido reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya España lo había derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano le había entregado siete naves y muchas armas y soldados, con la única condición de que Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero después de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la espalda al país que lo había salvado. Y cuando convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó a Haití pero invitó a Inglaterra.

Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años después del fin de la guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio francés de la anatomía, descubría en París que los negros son primitivos porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces, Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras militares, que destinaban los famélicos recursos del país al pago de la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de perdón por haber cometido el delito de la dignidad.
La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones de tragedia, es también una historia del racismo en la civilización occidental.

La tradición racista

Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene "una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización". Uno de los responsables de la invasión, William Philips, había incubado tiempo antes la sagaz idea: "Este es un pueblo inferior, incapaz de conservar la civilización que habían dejado los franceses".
Haití había sido la perla de la corona, la colonia más rica de Francia: una gran plantación de azúcar, con mano de obra esclava. En El espíritu de las leyes, Montesquieu lo había explicado sin pelos en la lengua: "El azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su producción. Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima. Resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro".
En cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del mayoral. Los esclavos no se distinguían por su voluntad de trabajo. Los negros eran esclavos por naturaleza y vagos también por naturaleza, y la naturaleza, cómplice del orden social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al amo y el amo debía castigar al esclavo, que no mostraba el menor entusiasmo a la hora de cumplir con el designio divino. Karl von Linneo, contemporáneo de Montesquieu, había retratado al negro con precisión científica: "Vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de costumbres disolutas". Más generosamente, otro contemporáneo, David Hume, había comprobado que el negro "puede desarrollar ciertas habilidades humanas, como el loro que habla algunas palabras".













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